Porque somos los Asur
El fuerte viento hacía bailar su brillante pelo correctamente recogido en una cola de caballo. Sus severos ojos azules escrutaban la clara torre que su pueblo había erigido hacía tanto tiempo. Comenzó a caminar por la muralla entre sus hermanos, hasta que su pie topó con un grupo de escombros de las almenas. Se agachó y cogió una de las piedras más pequeñas.
- ¿Cómo hemos llegado a esto Aïthel? – preguntó el elfo con cierto tono de melancolía en la voz.
- ¿A qué exactamente os referís mi señor? – contestó una voz inflexible a su espalda.
El elfo se levanto con ese pequeño cachito de su tierra entre sus dedos y un gran pesar en la mirada. El viento volvió a soplar con fuerza azotándole la túnica. Cerró los ojos para sentirlo. Por un momento imagino que no se encontraba allí, que cabalgaba por las llanuras de Ellyrion junto a ese mismo viento, estudiando minuciosamente los textos guardados en la Torre de Hoeth mientras el viento envolvía los muros. Por un momento se sintió libre, liviano como ese viento que lo recogía en sus brazos y lo llevaba lejos de allí, durante un momento. El corazón le dio un vuelco al retornar a la realidad, a la cruel realidad en la que se encontraba.
- ¿Mi señor? – preguntó la voz.
Despertó de su ensañamiento y cruzó la mirada con su bien amado Aïthel Hijo del Viento. Aïthel lo había protegido de tantos peligros en sus viajes. La presencia del curtido y severo guerrero lo reconfortaba. Había conocido en su vida a pocos que pudiesen rivalizar con el Maestro de la Espada en el arte de la esgrima.
- ¿Yunak? – volvió a preguntar.
- A esto Aïthel – posó su mano en el guerrero y lo acompaño hasta las almenas mientras los soldados hacían hueco para que pasasen -, a esto…
Al otro lado de la muralla se podían ver las negras tiendas del enemigo ya vacías. Delante de este formaba el ejército enemigo, cientos de sus hermanos caídos terminaban de formar filas frente a la muralla, las dotaciones de media docena de lanzavirotes preparaban las armas para iniciar de nuevo la matanza. Habían resistido durante semanas con gran valentía y determinación las acometidas del enemigo y aún guardaban esperanzas de poder debilitar al enemigo hasta el punto de hacer una salida en la que levantar el asedio. Pero todo atisbo de esperanza había desaparecido al día anterior. Una horda de casi un millar de barbaros fieles a los dioses oscuros se habían unido a ellos trayendo consigo arietes y grandes torres de asedio, mucho más resistentes que las de sus enemigos naturales, y en número suficiente como para asegurarse la ruptura de las defensas élficas.
Yunak soltó a su compañero y se apoyó en las almenas más por cansancio que por comodidad.
- A que hayamos permitido que nuestras discusiones internas nos obligaran a entrar en guerra con nuestros hermanos. A que nuestros hermanos no duden en usar cualquier artimaña para debilitarnos. A que el orgullo nos llevase a una guerra contra unos valiosos aliados que nos costó demasiado. A que nuestra raza se haya vejado tanto lo suficiente como para destruir a los de su propia especie mediante pactos con las fuerzas oscuras. Pero sobretodo, a como no hemos sido capaces de evitar todo eso – dijo Yunak con voz cansada.
El Maestro de la Espada miró al Archimago con preocupación, no era la primera vez que lo veía decaído, pero nunca hasta tal punto de no desear luchar.
Los cuernos enemigos sonaron de fondo y el ejército enemigo avanzó.
- Los Ancestrales desaparecieron, su imperio se derrumbo, el nuestro se partió en mil pedazos, el de los enanos fue tragado por la tierra y los hombres son una raza débil de fácil corrupción - dijó
Aïthel miró a su alrededor. A lo largo de la muralla poco más de doscientos Altos Elfos aferraban sus armas como si pudiesen evitar el gran pesar que sentían en el alma. En el patio de armas, los restantes Yelmos Plateados se veían claramente abatidos ante el inminente final de sus largas vidas. Ni una sola bandera ondeaba con el viento, todas estaban por él suelo, no había sitió para el orgullo del pueblo en aquel lugar. Hasta el firmamento parecía triste ante su futuro, oscuras nubes ocultaban el Sol que en esos momentos debería de estar saliendo.
- El mundo está condenado a ser absorbido por el Caos. Así que ¿por qué seguir con esto? ¿por qué luchar si no hay esperanza? – preguntó Yunak a su amigo y no pocos soldados asintieron con la cabeza.
Su propio corazón comenzó a incubar esa misma congoja. Era verdad, ¿por qué luchar si iban a morir? Era mejor caer ahora, de una manera rápida en vez de soportar siglos de perdida y dolor, no, no merecía la pena seguir luchando. Morirían aquí presentando su última y desesperada batalla. Los arqueros tensaron sus arcos y los guerreros se preparaban para el asalto. Aïthel desenvainó su espada, al menos se llevaría por delante a tantos Druchiis como pudiese. Observo la mágica hoja. Cuántas batallas había visto. Cuántas vidas había segado. Todas aquellas peligrosas situaciones en las que solo los necios hubiesen apostado por su supervivencia. Situaciones en las que lo tenían todo en contra. Situaciones en las que no había esperanza. Situaciones de las que habían salido victoriosos.
Aïthel envainó la espada y salió disparado entre la multitud, apartando a quien se ponía en su camino, buscó con la mirada y al final lo encontró. Agarró un palo de blanca madera con otro más pequeño cruzándolo en la parte superior y del que caía una tela enroscada en el palo mayor y atada por un delicado cordón. El elfo volvió corriendo junto con su maestro atrayendo hacía sí las miradas de muchos de los presentes. Al llegar junto a su amigo de un grácil salto se posó sobre las almenas y lanzó un gran grito que llamó la atención de todos los defensores.
- ¡Compañeros! ¡Amigos! ¡¡Hermanos!! Decís que no hay esperanza. Que todo está perdido. Que no podemos ganar esta batalla. Que no podemos enfrentarnos oleada tras oleada con nuestros enemigos. Pero yo os pregunto, ¿durante cuánto tiempo hemos estado aquí luchando? Yo os responderé, semanas ¿Durante cuánto tiempo hemos peleado contra el Caos y los Druchii en nuestras tierras? Yo os contestare, milenios. Pero yo ahora os pregunto, ¿durante cuánto tiempo hemos resistido? Yo os lo diré, ¡Semanas! ¿Durante cuánto tiempo hemos repelido a los Dioses Oscuros de nuestros hogares? Yo os lo confesaré, ¡Milenios! Y aquí y ahí tenéis el por qué debemos luchar. Miraos, ¿qué percibís? Miradlos a ellos, ¿qué distinguís? ¿Por qué luchamos? ¡Por esto!
Con su mano libre desenvaino su espada y apunto al cielo. Su filo había cortado el cordón que contenía el maravilloso estandarte de un ave fénix saliendo de las llamas.
- ¡¡Porque somos los Asur y nosotros lo hemos elegido!!
La arenga de Aïthel fue recogida con una gran ovación de todos los defensores, que alzaron sus armas en respuesta y varios estandartes fueron desplegados. Pero por encima de todas aquellas acciones fue la gran determinación que vio en los ojos de su amigo lo que más regocijó a su corazón.
Saltó de nuevo a la muralla y miró al horizonte. Un rayo de Sol atravesó la espesura de las nubes y le bañó con su calor. Sí, hoy ganarían.
- No veáis a cientos de enemigos a los que enfrentaros. Mirad a cientos de enemigos que mañana no podrán luchar. ¡¡Por Ulthuan!!
- ¡¡Ulthuan!! – gritaron al unísono los defensores.
Yunak jugueteaba con la pequeña piedra. Cerró los ojos y se llevó el puño al corazón. Ya no necesitaba soñar para sentir su tierra, ni de objetos que le recordasen a ella. El era un Asur. El era parte de Ulthuan.
- Por el mundo – dijo en el más leve de los susurros mientras soltaba esa parte de Ulthuan en la que se había refugiado -. Porque somos los Asur.